Que piensa un niño
más que en divertirse. Los
regaños se olvidan, las órdenes ya no se recuerdan y los mandatos de los padres no
tienen importancia, porque las ganas de descubrir lo
prohibido es más interesante. Aunque
Juan había recibido la advertencia de su padre días
antes, de no
ir sin autorización
a la quebrada, él ya lo
había olvidado. No tenía temor, solo quería refrescar
al intenso calor de su pueblo,
y a solo
diez minutos había una solución, la quebrada.
Su hermano por el contrario, que se
encontraba jugando canicas
mientras Juan decidía en ir, no lo había siquiera imaginado. Vamos –Dijo
Juan-. Carlos inmediatamente recordó
lo que su padre había dicho y
recordó también el rejo de siete ramales que colgaba en la entrada de la puerta. Por
ello respondió rápidamente con un no
rotundo. Pero la insistencia de Juan fue mayor. Agrego palabras de compromiso y dijo –No nos demoramos, es solo un rato, vamos y
volvemos rápido-. Insistió
tanto que finalmente convenció a Carlos.
Al llegar a la quebrada todo
fue alegría. Un riachuelo transparente
de agua color verde, rodeado de
la más hermosa naturaleza. Carlos
jugueteo tímidamente en la orilla mientras su hermano arriesgaba un poco más. De repente un tumulto de
personas capto la atención de Carlos,
rápidamente se abrió campo entre los adultos hasta que escucho una voz que dijo
claramente -¡Es su hermano!- y enseguida vio como lo tomaban en los brazos y se llevaban. Sin saber que había sucedido recogió
su ropa y la
de Juan y emprendió pensativo y temeroso
el camino de regreso a casa. En cada paso sentía mucho más delgado el aíre, hasta que fue difícil contener las
lágrimas. En cada paso inhalar era una ardua tarea y
detener el llanto fue imposible. En
cada paso el tiempo se tubo, la briza, el camino, las vacas, el cielo y
todo, porque pensaba en no poder volverlo a ver. Finalmente se detuvo en un lugar a esperar
que su padre enviara por él.
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